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Lucas se complace en la imagen de una iglesia sin divisiones, con un solo corazón y una sola alma. Es significativo el uso del adverbio “unánimemente”, para calificar el clima de la Iglesia primitiva (Hechos 1, 14; 2,46; 4,24; 5,12; 8,6; 15,25; referido a otras situaciones se emplea aún cuatro veces más; fuera del libro de los Hechos, solamente en Romanos 15,6). La alta sociedad prefiere creer que todos viven concordes y contentos. De ahí también su interés en limar las aristas y suprimir episodios desagradables. En el evangelio de san Lucas tenemos varios ejemplos de este deseo de eliminar detalles fuertes. El grito desesperado de Jesús en la cruz se cambia por una oración de confianza (Lucas 23,46). El conflicto del adulto con su familia, llegados los treinta años, cuando empieza su misión, se cambia por la travesura de un chiquillo de doce años que se pierde en el Templo. La escena de la purificación del Templo queda reducida a menos de una tercera parte del relato de los otros evangelistas.
Pero Lucas no calla ciertos datos que presagiaban la disminución del influjo del Espíritu ante la imposición de criterios humanos, dada la complejidad que iba adquiriendo la misma Iglesia. En Corinto se formaron grupos seguidores de Apolo y de Cefas y aparecieron predicadores que proponían un Jesús diferente, un espíritu diferente, un evangelio diferente de lo que Pablo había enseñado (2 Corintios 11,4: “otro Jesús”, “otro espíritu”, “otro evangelio”). Pablo no admitía que existiera otro evangelio ni aunque lo predicara él mismo o un ángel del cielo. De hecho otro evangelio era sólo fruto de acomodarse a consideraciones humanas (Gálatas 1,7-10).
La unidad de la Iglesia no debía fundarse en consideraciones humanas, pues se debe a la presencia activa de un solo y mismo espíritu (1 Corintios 12,4). Esta unidad se expresa en la celebración de la eucaristía. El cáliz y el pan son comunión de la sangre y del cuerpo de Cristo. “El pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan” (1 Corintios 10,16-17).
Pero una cosa es afirmar la razón teológica de la unidad de la Iglesia y otra vivir esa unidad sin divisiones. La práctica de la unidad es un tema dominante en la carta a los Efesios y en los escritos de Juan. Al poner fin al antiguo orden de salvación, Cristo unificó en su cuerpo lo antiguo y lo nuevo a fin de crear la nueva humanidad (Efesios 2,14-16). La unificación es ahora la imagen que se impone en todos los sentidos: “mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos” (Efesios 4,4-6). Esta firme unidad de la Iglesia debería ser modelo para la unidad de aquella sociedad tan repugnante por su división en estamentos antagónicos. Pero la realidad que Pablo describe en sus palabras de despedida a los “presbíteros de la Iglesia” de Éfeso convocados a Mileto tiene poco de ejemplar: “se meterán entre vosotros lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño. Incluso entre vosotros mismos surgirán algunos que hablarán cosas perversas” (“depravadas, falsas, engañosas”: Hechos 20,29-30). Posteriormente también las cartas de “nuestro querido hermano Pablo” serán objeto de un monitum, advirtiendo que en ellas hay “algunas cosas difíciles de entender”, que los ignorantes tergiversan … para su propia perdición” (2 Pedro 3,15-16).
En los discursos que el evangelio de Juan compuso como despedida de Jesús antes de la pasión el tema de la unidad está muy presente. La condena a muerte de Jesús tendría la consecuencia positiva de “reducir a unidad, a los hijos de Dios dispersos” (Juan 11,52). El alcance universal de la acción de Jesús llegará también “a otras ovejas que no son de este redil” hasta lograr que haya “un solo rebaño y un solo Pastor” (Juan 10,16). La unicidad del rebaño y del Pastor se deriva de la unión de Jesús con el Padre: que “ellos sean uno como nosotros somos uno, yo en ellos y tú en mí”, de modo que se produzca la unidad perfecta, (Juan 17,22-23. 11).
Esta insistencia casi obsesiva por la unidad desemboca en las cartas en una descalificación de quienes no aceptan la orientación peculiar del grupo en torno a la figura del Presbítero, el Anciano. Con una visión raquítica que contradice el sentido universalista del evangelio, de Pablo y del mismo Juan, se introduce la división entre “los nuestros” y los que no son “de los nuestros”, aunque por un tiempo estuvieran con nosotros. El abandono de la disciplina del grupo demostró claramente que “no todos son de los nuestros” (1 Juan 2,19).
Sin mencionar a nadie, la carta segunda de Juan insiste en “caminar en la verdad”, “permanecer en la doctrina”. Pero, ¿qué verdad? A quien no acepte la verdad que promueve el grupo de Juan se le debe negar hasta la hospitalidad, para no hacerse cómplice de sus malas acciones (2 Juan 11). La carta tercera, dirigida ya un destinatario con su nombre, Gayo, menciona también Diótrefes, como opuesto a las doctrinas del grupo central, y que “expulsa de la iglesia” a quienes se mantienen en la verdad y siguen la doctrina verdadera (3 Juan 12).
Aun careciendo de una imagen clara del conflicto, nos encontramos con los primeros pasos hacia una disciplina eclesiástica que desde el centro pretende imponer uniformidad en la doctrina y en la práctica cristiana. Que en el primer caso se defienda la venida de Jesucristo en carne (2 Juan 7), no disminuye el riesgo de iniciar la proposición doctrinal con declaraciones dogmáticas. En cuanto a la práctica, se encarece el deber de la hospitalidad, pero con criterio selectivo, esto es, con excepciones.
Fue preciso afirmar la autoridad para que no se disgregaran las comunidades. Es el problema que encontró Pablo en Corinto y al que dedica tres capítulos de la carta primera (1 Corintios 12-14). La comunidad era muy aficionada a cultivar los “dones espirituales”, (1 Corintios 14,12), que alguien no iniciado podría interpretar como locura (1 Corintios 14,23). Pablo no quiere enfrentarse con quienes promueven esas experiencias espirituales (1 Corintios 12,1), pero pide que sean orientadas a la promoción de carismas (1 Corintios 12,4. 9. 28. 30-31), dones espirituales para edificación de la comunidad (1 Corintios 14,26).
Los dotados de esa cualidad que les permite una forma de exaltación espiritual no deben enorgullecerse hasta el punto de despreciar a los cristianos más débiles o más humildes, ya que, como en el cuerpo humano son importantes todos los miembros y cada uno tiene su función, también en la comunidad todos los miembros que la forman tienen su misión, recibida del mismo Espíritu (1 Corintios 12,7. 11-30). Por encima de las diferencias de quienes componen la comunidad, el Espíritu es uno solo, como uno es también el cuerpo. “Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Corintios 12,13). Al ser el Espíritu quien crea la unión, no se borran las diferencias individuales sino que se integran en la unidad que respeta la individualidad propia de cada uno.
Mediante la imagen del cuerpo, que era bien conocida como justificación de la sociedad política, la iglesia es definida como un organismo que funciona para promover el respeto de todos sus integrantes y la atención mutua de todos los miembros. El uso de la imagen para reflejar el sistema social se orientaba, en cambio, a mantener el honor y los privilegios de los ciudadanos que ocupaban los niveles superiores del sistema.
La integración de todos los miembros del cuerpo eclesiástico se promovía desde el mismo instante en que la iglesia es definida como una comunidad carismática. Todos los miembros son llamados a aportar su propia contribución y ésta se completa con el carisma de los demás, en una colaboración que es también contribución importante a la unidad del cuerpo eclesial: la profecía, que ha de ser preferida a otros carismas, a los que interpreta, está a su vez sometida al discernimiento de espíritus (1 Corintios 14,29). Incluso en el ejercicio de los carismas ha de observarse un cierto orden o jerarquía: apóstoles, profetas, maestros, taumaturgos, sanadores, agentes sociales, regentes de la comunidad, dotados del don de lenguas (1 Corintios 12,28). Esta diversidad de funciones corresponde a la variedad de dones para el bien común: hablar con sabiduría, hablar con inteligencia, don de la fe, don de curar, hacer milagros, profetizar, distinguir entre buenos y malos espíritus, diversidad de lenguas, interpretar las lenguas (1 Corintios 12,8-10).
Todo se simplifica cuando, sobre todos los dones, se ensalza el carisma del amor, que con razón supera con mucho (1 Corintios 12,31), a todos los demás carismas. A una comunidad fascinada por los fenómenos espirituales, se le presenta el amor en términos tan absolutos que ni siquiera los actos extremos de caridad poniendo en juego la vida reciben consideración alguna, si no proceden del amor.
Pablo se refiere al amor con el término agape que expresa una concepción del amor en el lenguaje bíblico: designa la experiencia del amor como descubrimiento del otro, como ocuparse y preocuparse del otro, incluso a través de la renuncia de sí mismo.
“Los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos griegos relativos al amor —eros, filia (amor de amistad) y agapé—, los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado.
En primer lugar, recordemos el vasto campo semántico de la palabra « amor »: se habla de amor a la patria, de amor por la profesión o el trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 2005, n. 2ss).
Bajo ese prisma del amor, como atención al otro, los dones espirituales y, en particular, el don de lenguas, pierden su valor. “Las profecías se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará”. Son únicamente balbuceos infantiles que nos preparan para la madurez de una vida de amor. “De la fe, la esperanza y el amor, la más grande es el amor” (1 Corintios 13,13).
Esta fue la gran novedad que introdujo el cristianismo y que sirvió de punta de lanza para su rápida difusión en el mundo romano. Aun en los escritos en los que afloran los problemas de entendimiento y la división en la iglesia, el amor cristiano fue la gran aspiración y la inspiración para introducir la novedad del evangelio en el mundo
Ernesto William Rojas D.
Analisis y desarrollo
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