viernes, junio 10, 2011

Pentecostés, principio de la Iglesia

 en la misión
del Espíritu Santo 


En los Hechos de los Apóstoles se encuentra un primer esbozo 
de una eclesiología católica; así lo admiten en la actualidad incluso 
los exegetas protestantes, que llaman a San Lucas frdhkatholisch 
(católico primitivo) y lo critican por esta razón. San Lucas 
desarrolla su programa eclesiológico en los dos primeros capítulos 
de los Hechos, especialmente en el relato del día de Pentecostés. 
Quisiera, pues, presentar en esta conferencia una breve visión 
general de los elementos principales de la eclesiología, partiendo 
del relato de Pentecostés tal como se nos transmite en los 
Hechos.

Pentecostés representa para San Lucas el nacimiento de la 
Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la 
comunidad de los discípulos -"asiduos y unánimes en la oración"-, 
reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles. 
Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada 
del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una 
comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son 
María y los apóstoles.

Cuando meditamos sobre esta sencilla realidad que nos 
describen los Hechos de los Apóstoles, vamos descubriendo las 
notas de la Iglesia.

1. La Iglesia es apostólica, «edificada sobre el 
fundamento de los apóstoles y de los profetas» (/Ef/02/20). La 
Iglesia no puede vivir sin este vínculo que la une, de una manera 
viva y concreta, a la corriente ininterrumpida de la sucesión 
apostólica, firme garante de la fidelidad a la fe de los apóstoles. En 
este mismo capítulo, en la descripción que nos ofrece de la Iglesia 
primitiva, San Lucas subraya una vez más esta nota de la Iglesia: 
«Todos perseveraban en la doctrina de los apóstoles» (2,42). El 
valor de la perseverancia, del estarse y vivir firmemente anclados 
en la doctrina de los apóstoles, es también, en la intención del 
evangelista, una advertencia para la Iglesia de su tiempo -y de 
todos los tiempos-. Me parece que la traducción oficial de la 
Conferencia Episcopal Italiana no es suficientemente precisa en 
este punto: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los 
apóstoles». No se trata sólo de un escuchar; se trata del ser 
mismo de aquella perseverancia profunda y vital con la que la 
Iglesia se halla insertada, arraigada en la doctrina de los 
apóstoles; bajo esta luz, la advertencia de Lucas se hace también 
radical exigencia para la vida personal de los creyentes.
¿Se halla mi vida verdaderamente fundada sobre esta doctrina? 
¿Confluyen hacia este centro las corrientes de mi existencia? El 
impresionante discurso de San Pablo a los presbíteros de Efeso 
(c.20) ahonda todavía más en este elemento de la «perseverancia 
en la doctrina de los apóstoles». Los presbíteros son los 
responsables de esta perseverancia; ellos son el quicio de la 
«perseverancia en la doctrina de los apóstoles», y «perseverar» 
implica, en este sentido, vincularse a este quicio, obedecer a los 
presbíteros: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño sobre el cual 
el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la 
Iglesia de Dios, que El ha adquirido con su sangre» (20,29). 
¿Velamos suficientemente sobre nosotros mismos? ¿Miramos por 
el rebaño? ¿Pensamos en qué significa realmente que Jesús haya 
adquirido este rebaño con su sangre? ¿Sabemos valorar el precio 
que ha pagado Jesús -su propia sangre- para adquirir este 
rebaño? 

2. Volvamos al relato de Pentecostés. El Espíritu penetra en una 
comunidad congregada en torno a los apóstoles, una comunidad 
que perseveraba en la oración. Encontramos aquí la segunda nota 
de la Iglesia: la Iglesia es santa, y esta santidad no 
es el resultado de su propia fuerza; esta santidad brota de su 
conversión al Señor. La Iglesia mira al Señor y de este modo se 
transforma, haciéndose conforme a la figura de Cristo. «Fijemos 
firmemente la mirada en el Padre y Creador del universo mundo», 
escribe San Clemente Romano en su Carta a los Corintios (19,2), 
y en otro significativo pasaje de esta misma carta dice: 
«Mantengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo» (7,4). Fijar la 
mirada en el Padre, fijar los ojos en la sangre de Cristo: esta 
perseverancia es la condición esencial de la estabilidad de la 
Iglesia, de su fecundidad y de su vida misma.

Este rasgo de la imagen de la Iglesia se repite y profundiza en la 
descripción que de la Iglesia se hace al final del segundo capítulo 
de los Hechos: «Eran asiduos -dice San Lucas- en la fracción del 
pan y en la oración». Al celebrar la Eucaristía, tengamos fijos los 
ojos en la sangre de Cristo. Comprenderemos así que la 
celebración de la Eucaristía no ha de limitarse a la esfera de lo 
puramente litúrgico, sino que ha de constituir el eje de nuestra 
vida personal. A partir de este eje, nos hacemos «conformes con 
la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). De esta suerte se hace santa la 
Iglesia, y con la santidad se hace también una. El pensamiento 
«fijemos la mirada en la sangre de Cristo» lo expresa también San 
Clemente con estas otras palabras: «Convirtámonos sinceramente 
a su amor». Fijar la vista en la sangre de Cristo es clavar los ojos 
en el amor y transformarse en amante.

3. Con estas consideraciones volvemos al 
acontecimiento de Pentecostés: la comunidad de Pentecostés se 
mantenía unida en la oración, era «unánime» (4,32). Después de 
la venida del Espíritu Santo, San Lucas utiliza una expresión 
todavía más intensa: «La muchedumbre... tenía un corazón y un 
alma sola» (/Hch/04/32). Con estas palabras, el evangelista indica 
la razón más profunda de la unión de la comunidad primitiva: la 
unicidad del corazón. El corazón -dicen los Padres de la Iglesia- es 
el órgano propulsor del cuerpo, tó egemonikón, según la filosofía 
estoica. Este órgano esencial, este centro de la vida, no es ya, 
después de la conversión, el propio querer, el yo particular y 
aislado de cada uno, que se busca a sí mismo y se hace el centro 
del mundo. El corazón, este órgano impulsor, es uno y único para 
todos y en todos: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 
2,20), dice San Pablo, expresando el mismo pensamiento, la 
misma realidad: cuando el centro de la vida está fuera de mí, 
cuando se abre la cárcel del yo y mi vida comienza a ser 
participación de la vida de Otro -de Cristo-, cuando esto sucede, 
entonces se realiza la unidad.

Este punto se halla estrechamente vinculado con los anteriores. 
La trascendencia, la apertura de la propia vida, exige el camino de 
la oración, exige no sólo la oración privada, sino también la 
oración eclesial, es decir, el Sacramento y la Eucaristía, la unión 
real con Cristo. Y el camino de los sacramentos exige la 
perseverancia en la doctrina de los apóstoles y la unión con los 
sucesores de los apóstoles, con Pedro. Pero debe intervenir 
también otro elemento, el elemento mariano: la unión del corazón, 
la penetración de la vida de Jesús en la intimidad de la vida 
cotidiana, del sentimiento, de la voluntad y del entendimiento.

4. El día de Pentecostés manifiesta también la 
cuarta nota de la Iglesia: la catolicidad. El Espíritu Santo revela su 
presencia en el don de lenguas; de este modo renueva e invierte 
el acontecimiento de Babilonia: la soberbia de los hombres que 
querían ser como Dios y construir la torre babilónica, un puente 
que alcanzara el cielo, con sus propias fuerzas, a espaldas de 
Dios. Esta soberbia crea en el mundo las divisiones y los muros 
que separan. Llevado de la soberbia, el hombre reconoce 
únicamente su inteligencia, su voluntad y su corazón, y, por ello, 
ya no es capaz de comprender el lenguaje de los demás ni de 
escuchar la voz de Dios. El Espíritu Santo, el amor divino, 
comprende y hace comprender las lenguas, crea unidad en la 
diversidad. Y así la Iglesia, ya en su primer día, habla en todas las 
lenguas, es católica desde el principio. Existe el puente entre cielo 
y tierra. Este puente es la cruz; el amor del Señor lo ha construido. 
La construcción de este puente rebasa las posibilidades de la 
técnica; la voluntad babilónica tenía y tiene que naufragar. 
Únicamente el amor encarnado de Dios podía levantar aquel 
puente. Allí donde el cielo se abre y los ángeles de Dios suben y 
bajan (Jn 1,51), también los hombres comienzan a comprenderse.

La Iglesia, desde el primer momento de su existencia, es 
católica, abraza todas las lenguas. Para la idea lucana de Iglesia y, 
por tanto, para una eclesiología fiel a la Escritura, el prodigio de 
las lenguas expresa un contenido lleno de significación: la Iglesia 
universal precede a las Iglesias particulares; la unidad es antes 
que las partes. La Iglesia universal no consiste en una fusión 
secundaria de Iglesias locales; la Iglesia universal, católica, 
alumbra a las Iglesias particulares, las cuales sólo pueden ser 
Iglesia en comunión con la catolicidad. Por otra parte, la 
catolicidad exige la numerosidad de lenguas, la conciliación y 
reunión de las riquezas de la humanidad en el amor del 
Crucificado. La catolicidad, por tanto, no consiste únicamente en 
algo exterior, sino que es además una característica interna de la 
fe personal: creer con la Iglesia de todos los tiempos, de todos los 
continentes, de todas las culturas, de todas las lenguas. La 
catolicidad exige la apertura del corazón, como dice San Pablo a 
los Corintios: «No estáis al estrecho con nosotros...; pues para 
corresponder de igual modo, como a hijos os hablo; ¡abrid también 
vuestro corazón!» (2 Cor 6,12-13). «Non angustiamini in nobis... 
dilatamini et vos!» Este «dilatamini» es el imperativo permanente 
de la catolicidad. Los apóstoles pudieron realizar la Iglesia católica 
porque la Iglesia era ya católica en su corazón. Fue la suya una fe 
católica abierta a todas las lenguas. La Iglesia se hace infecunda 
cuando falta la catolicidad del corazón, la catolicidad de la fe 
personal.

El día de Pentecostés anticipa, según San Lucas, la historia 
entera de la Iglesia. Esta historia es sólo una manifestación del 
don del Espíritu Santo. La realización del dinamismo del Espíritu, 
que impulsa a la Iglesia hacia los confines de la tierra y de los 
tiempos, constituye el contenido central de todos los capítulos de 
los Hechos de los Apóstoles, donde se nos describe el paso del 
Evangelio, del mundo de los judíos al mundo de los paganos, de 
Jerusalén a Roma. En la estructura de este libro, Roma representa 
el mundo de los paganos, todos aquellos pueblos que se hallan 
fuera del antiguo pueblo de Dios. Los Hechos terminan con la 
llegada del Evangelio a Roma, y esto no porque no interesara el 
final del proceso de San Pablo, sino porque este libro no es un 
relato novelesco. Con la llegada a Roma, ha alcanzado su meta el 
camino que se iniciara en Jerusalén; se ha realizado la Iglesia 
católica, que continúa y sustituye al antiguo pueblo de Dios, el cual 
tenía su centro en Jerusalén. En este sentido, Roma tiene ya una 
significación importante en la eclesiología de San Lucas; entra en 
la idea lucana de la catolicidad de la Iglesia.

Podemos decir así que Roma es el nombre concreto de la 
catolicidad. El binomio «romano-católico» no expresa una 
contradicción, como si el nombre de una Iglesia particular, de una 
ciudad, viniera a limitar e incluso a hacer retroceder la catolicidad. 
Roma expresa la fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los 
tiempos y a una Iglesia que habla en todas las lenguas. Este 
contenido espiritual de Roma es, por tanto, para los que hemos 
sido llamados hoy a ser esta Roma, la garantía concreta de la 
catolicidad y un compromiso que exige mucho de nosotros.

Exige:

--una fidelidad decidida y profunda al sucesor de Pedro; un 
caminar desde el interior hacia una catolicidad cada vez más 
auténtica, y también, en ocasiones, aceptar con prontitud la 
condición de los apóstoles tal como la describe San Pablo: 
«Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros nos ha asignado el 
último lugar, como a condenados a muerte, pues hemos venido a 
ser espectáculo para el mundo... como desecho del mundo, como 
estropajo de todos» (1 Cor 4,9.13). El sentimiento antirromano es, 
por una parte, el resultado de los pecados, debilidades y errores 
de los hombres, y, en este sentido, ha de motivar un examen de 
conciencia constante y suscitar una profunda y sincera humildad; 
por otra parte, este sentimiento corresponde a una existencia 
verdaderamente apostólica, y es así motivo de gran consolación. 
Conocemos las palabras del Señor: «¡Ay cuando todos los 
hombres dijeren bien de vosotros, porque así hicieron sus padres 
con los profetas!» (Lc 6,26).

Nos vienen a la memoria también las palabras que San Pablo 
escribió a los Corintios: «¿Ya estáis llenos? ¿Ya estáis ricos?» (1 
Cor 4,8). El ministerio apostólico no se compadece con esta 
saciedad, con una alabanza engañosa, a costa de la verdad. Sería 
renegar de la cruz del Señor.

En resumen: la eclesiología de San Lucas es, como hemos visto, 
una eclesiología pneumatológica y, por ello mismo, plenamente 
cristológica; una eclesiología espiritual y, al mismo tiempo, 
concreta, incluso jurídica; una eclesiología litúrgica y personal, 
ascética. Es relativamente fácil comprender con la mente esta 
síntesis de San Lucas; pero es tarea de toda una vida el 
compromiso de vivir cada vez con más intensidad esta síntesis y 
llegar a ser de este modo realmente católico. 

JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR
MADRID-1990.Págs. 149-155

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