Saludo de NAvidad
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Cordialmente
Ernesto William Rojas D. e-mail: ewilliamrojasd@gmail.com
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San Juan Crisóstomo “En vano tus palabras dan fe de que crees en Jesucristo, si tus acciones desmienten a tu lenguaje. ¿Estás pronto a morir por confirmar tu fe? Tú, que pierdes el cielo y la gracia de Dios antes que privarte de un ligero placer, ¿eres cristiano? Si ni siquiera puedo en ti reconocer a un hombre razonable, ¿cómo habría de darte el nombre de cristiano?”
Publicado por Ernesto Rojas en 4:10 p.m.
«No puedo creer que te estés planteando hacerte católico. ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo es posible que dejes el cristianismo bíblico para seguir una religión basada en la tradición humana? ¿Cómo has podido caer en una religión así?»
(Catholic.com/Steve Rey) «Mamá y papa, escuchad, aprecio la educación que me disteis en la escuela católica, pero es que ya no creo. Ahora es cuando he encontrado a Jesús y ya no necesito vuestra religión. He aprendido tanto desde que me uní a la Iglesia de la Biblia, y además son muchísimo más sociables que los católicos en misa.»
Es entonces cuando empiezan las discusiones, la hostilidad, y se despiertan sensaciones de pérdida y traición. Uno coge una biblia y empieza a citar fuera de contexto versículos descubiertos recientemente, mientras el otro trata de recordar por qué cree el Magisterio católico. Desafortunadamente, descubre que cree pero no sabe por qué. La cosa va de mal en peor, y la línea de comunicación y confianza se colapsa.
Esta escena, con muchas variaciones, se repite en familias de toda América. A veces, es la esposa protestante evangélica la que descubre que su marido ha estado estudiando en secreto y está ya decidido a unirse a la temida Iglesia Católica. En otro hogar, son unos padres con el corazón roto, que han gastado un dineral en la educación católica de sus hijos, para ahora observar con lágrimas en los ojos cómo sus hijos abandonan la fe para secularizarse, o unirse a una iglesia baptista u otra religión.
No cabe duda de que muchas familias se encuentran divididas por causa de la religión. Mi mujer y yo lo sabemos por propia experiencia. Fuimos condenados por nuestras familias y amigos al más absoluto ostracismo cuando nos convertimos al catolicismo. La familia se negó a hablarnos y estuvo sin venir a casa durante casi un año, y en menos de un mes perdimos a todos nuestros amigos evangélicos, que eran los únicos que teníamos en aquellos momentos.
Discusiones por la religión y familias divididas existen desde siempre. El Antiguo Testamento está lleno de conflictos entre judíos que descubrían al Mesías y eran repudiados por sus familias y comunidades judías. Jesús sabía que el evangelio iba a traer lucha y división a las familias y avisó de estas rupturas: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz sino espada. El hijo se levantará contra su padre, la hija contra su madre, y la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa» (Mateo 10, 34-36)
Desde luego, para aquellos que lo escuchaban, el conflicto inmediato fue entre los propios judíos, los que lo rechazaban como Mesías y los que lo siguieron. Y aún en la actualidad se dan similares conflictos que continúan desgarrando familias. Esta situación es especialmente frecuente entre cristianos de diferentes denominaciones, pero de forma más pronunciada entre aquellos convertidos al catolicismo y los que abandonan la fe o eligen otra religión.
La división religiosa y el dolor en las familias se ponen especialmente de relieve cuando viajo por el país y por todo el mundo pronunciando conferencias, dando charlas en parroquias y guiando peregrinaciones. La pregunta más frecuente de todas las que me hacen es «¿Qué debería hacer con mi hijo o hija que ha dejado la fe católica? Nos está destrozando. ¿Qué puedo hacer para conseguir que vuelvan? ¿Cuál es el argumento nº 1 para conseguir que escuchen y vuelvan? «
Llegados a este punto, tanto si se trata de miembros de la familia que se han alejado, como de compañeros de trabajo que no dejan de atacar la fe, o de una esposa incapaz de hacer comprender a su marido su reciente amor por el catolicismo, todo el mundo busca un santo remedio. Desafortunadamente no hay santo remedio ni versículo en la Biblia que haga retroceder al reloj, convertirse al muerto, cambiar de idea, convencer al oponente o recuperar al hijo. Lo hecho, hecho está; debemos aceptar la situación como es y afrontarla a largo plazo.
Cuando nos vemos confrontados por un anticatólico o un católico alejado, nuestra primera inclinación es discutir o abandonar, frecuentemente dejando ver nuestra indignación y dolor. Si se trata de un familiar o amigo del trabajo, tenemos la tendencia a pensar que lo que debemos hacer es rescatarlo rápidamente de su error. Con buena intención, presionamos con el tema enfrentándonos a ellos y usando comentarios cargados de emoción, como «no puedo creerlo» o «¿lo harías aun sabiendo el daño que nos hace?»
Normalmente, el resultado suele ser lo contrario de lo que se espera. La persona querida se aleja aún más y se ve animada a continuar con más ahínco en su intención de resistir. Se queman puentes, y se cierra la comunicación. Tras un par de enfrentamientos en caliente o de tratamientos de silencio, las puertas de la conversación se cierran. Suele ser ya demasiado tarde cuando nos damos cuenta de que simplemente hemos empeorado las cosas.
Es rara, y bienaventurada, la familia que no experimenta el dolor personal de estos problemas y pruebas. Tras aprender a través de las llamas de mi propia experiencia y con el deseo de ayudar a tantos hermanos en Cristo heridos, es como se me ocurrieron mis Seis reglas para tratar con familiares y amigos no católicos. He comprobado, observando gente ponerlas en práctica durante años, que estas reglas funcionan.
No siempre traen de vuelta al errante o convierten al protestante recalcitrante. Pero ayudan a reparar relaciones dañadas y preparar el camino para futuras reconciliaciones de la paz, incluso de una completa aceptación de la fe católica.
Las reglas no siguen un orden concreto, si bien creo que la última es revolucionaria.
Cuando alguien se me acerca en una conferencia y me hace la consabida pregunta, normalmente los sorprendo estirando el brazo y empujándolos. Me preguntan con sorpresa: «¿Por qué ha hecho eso?». Sonriendo, les respondo: «¿Cuál es la reacción normal cuando alguien le empuja?» Contestan: «Empujar también».
«Exacto», digo. «Y eso es justamente lo que no queremos cuando tratamos con nuestros seres queridos». Discutir es como empujar y puede intensificarse rápidamente. Se sube el tono de voz y los rostros enrojecen. La emoción lo domina todo y lo que se dice, desafortunadamente, queda dicho.
Esto no significa que no debamos hablar, si es de una manera caritativa y mesurada, lo que deberíamos evitar es la discusión emocional que genera más calor que luz, que destila una mala voluntad antes que los resultados deseados.
Esto conlleva para la mayoría de nosotros, naturalmente, grandes dosis de autocontrol. Debemos recordar que podemos ganar una discusión pero perder un alma; ganar la batalla pero perder la guerra. Debemos mordernos la lengua y tragarnos las muecas.
Digo esto por experiencia. He cometido el mismo error más de una vez y he pagado las consecuencias. He estado en los dos lados de la confrontación. He empujado y me han empujado a mí también. He alejado a miembros de la familia y amigos. Todavía me arrepiento de mis palabras rápidas y respuestas desmedidas.
Pero el arrepentimiento y los remordimientos no arreglan nada, a no ser que nos hagan reaccionar. El amor por las almas –y por las relaciones- requiere a menudo que confesemos nuestras faltas y pidamos humildemente perdón por las cosas dichas apresuradamente en el fragor de la discusión. Buenas intenciones, sí, pero ¡no siempre buenos resultados!
En la cena de Acción de Gracias, una vez que se ha hecho el comentario sarcástico, o se ha puesto sobre la mesa el desafío, rápidamente pidamos que el Espíritu Santo nos dé la gracia de ser elegantes. Cojamos la autopista. Los puentes no han sido quemados, las relaciones se han salvado. Reservamos la discusión para un momento más apropiado.
Nos duele porque los queremos y queremos ganarlos para la causa, pero debemos dirigir nuestro amor con cuidado, con la imagen global en mente. En el momento en que el antagonista espera que reaccionemos negativamente, tenemos que responder con amor. El amor es el único argumento que nadie puede resistir.
Recuerdo una vez, una señora se me acercó con la cara roja mientas palabras de enfado iban saliendo de su boca a toda velocidad. Despotricaba contra la Iglesia Católica y contra mis palabras. Tras unos segundos, me acerqué, le di un gran abrazo y le dije al oído «yo también la quiero, y gracias por preocuparse por mi alma».
Se quedó de piedra y en silencio. Se alejó. No recogí el guante, sino que le expresé mi amor y agradecimiento.
Amar al otro es especialmente importante en el caso de cónyuges separados por religión. El cónyuge católico debe quitarse de en medio y aceptar al otro, tanto si está alejándose como si está descubriendo la fe.
Es difícil amar a la persona y estar en desacuerdo con sus ideas, especialmente si se es contundente. Pero debemos tomar la iniciativa y demostrar el amor de Dios. Ama, ama y ama, y hazlo diariamente y demuéstralo.
Cuando uno de los cónyuges, u otro miembro de la familia, está descubriendo la verdad de la fe católica, debería incluir a sus seres queridos en el descubrimiento. No estudies en privado y luego vayas y sorprendas a todos con el anuncio de tu conversión. Esto suele verse como una traición «¿Por qué no me has amado y confiado en mí lo suficiente como para compartir conmigo tu mundo interior? ¿Cómo anuncias ahora algo sin antes haberlo compartido y discutido conmigo desde el respeto?»
Incluye a tu ser querido en tu viaje. Respétalo preguntándole lo que piensa al respecto; hónralo pidiendo su opinión. Pídele que rece contigo por este tema tan importante, comenta las escrituras con esa persona abiertamente. Compartid un libro.
Para evitar el alejamiento de la otra persona, es importante un amor atento y tiempo de calidad juntos. Ocurre a veces que un recién convertido está tan emocionado que no puede evitarlo. Desborda, y con razón, el amor recién encontrado. Va a misa diaria, se pasa horas rezando y leyendo y reuniéndose con sus nuevos amigos.
El cónyuge siente que lo han dejado atrás, abandonado. Se siente celoso como si «un nuevo amante» hubiera entrado en escena y borrado a su esposo o esposa del mapa.
La emoción exacerbada puede alejar aún más al cónyuge «abandonado». Los esposos deben amarse más, no menos. Es ahora cuando necesitan aún mayor intimidad entre ellos. Los miembros de la familia y amigos cercanos deben abrir sus vidas y sus corazones unos a otros. Esto es amor y el amor es el mejor argumento.
Parece de sentido común, pero a menudo desperdiciamos nuestro tiempo enfureciéndonos y montando peleas imaginarias en nuestras cabezas, cuando deberíamos dirigir nuestro tiempo y energías a rezar con seriedad. Haz una lista de intenciones por las que rezar y sé constante.
Jesús contó la parábola de la mujer que acudió al juez injusto reclamando justicia. La obtuvo de él, no porque el juez fuera bueno o porque ella le gustara, no. Fue «porque esta viuda me molesta, la asistiré o me agotará viniendo continuamente» (Lucas 18, 2-ss) Ella consiguió lo que quería por su insistencia, y Jesús dijo que cuánto más nos dará nuestro Padre celestial si insistimos con la oración y hacemos sacrificios.
Un conocido mío había dejado la Iglesia. Un pariente decidió rezar diariamente y hacer un sacrificio semanal por el retorno de esta persona. Tras un año el alejado volvió a la Iglesia y, con una sonrisa de conocimiento, dijo al guerrero de la oración: «Sé lo que hiciste. Rezaste e hiciste sacrificios por mí. Dios no me dejaba en paz».
No somos cristianos católicos porque nos hace sentir bien o porque fuimos educados en ello. Al final, somos católicos porque la fe es verdadera. Y si es verdadera, deberíamos saber por qué es verdad y ser capaces de explicarlo a nosotros mismos y a otros (especialmente a nuestros hijos)
Puesto que rezamos y nos sacrificamos por nuestros seres queridos, esperamos que antes o después se conviertan, ¿no? Y ¿qué pasa si vienen a nosotros (que los queremos y mantenemos abiertas las puertas de la comunicación) con preguntas honestas y pertinentes, y no somos capaces de responderles?
San Pedro comprendió esto. Por eso nos dijo: «Estad siempre dispuestos a dar una respuesta a quien os pida razón de vuestra esperanza, pero hacedlo con sencillez y deferencia» (1 Pe 3, 15-16). Si estudiamos la fe estaremos preparados para responder preguntas cuando llegue el bendito momento. Lo peor que podría ocurrir es que una persona volviera y nos preguntara honestamente por qué creemos y hacemos esto o aquello…¡y no tuviéramos una respuesta!
Cuando viajo a Europa, si saco un billete de 20 dólares para pagar la comida, el camarero mueve la cabeza con disgusto. El dólar no es la moneda común allí; usan euros. ¿Cuál es la moneda común de aquel por el que rezamos? ¿Se ha hecho protestante evangélico? La moneda común es la Biblia. En este caso, lo inteligente es estudiar la Biblia de manera que podamos relacionarnos con esa persona.
La Biblia es un libro católico, y nosotros especialmente deberíamos amarlo y comprenderlo. Debemos ponernos en el lugar de esa persona, comprender su nueva religión o la ausencia de ella. Tenemos que estudiar la Biblia y las razones de nuestra fe católica para poder compartirla confiadamente con otros.
La alegría, la felicidad y el amor atraen a la gente. La ira, la frustración y el descontento la alejan. Nuestra alegría y contento en el Señor deberían ser contagiosos; deberían conducir a la gente al Señor y su Iglesia. Deberíamos conseguir que nuestros conocidos se preguntaran: «¿Por qué es tan alegre? ¿Qué tiene que yo no tenga?» Si nos quejamos y murmuramos, esto convencerá al que hemos perdido de que él, efectivamente, ha recibido la mejor parte.
Si estamos siempre criticando a los sacerdotes, la misa y la homilía, nadie nos tomará en serio. Si nos quejamos de las enseñanzas de la Iglesia, disentimos de la moral católica, y dejamos claro que preferimos ver un partido de fútbol antes que ir a misa, estamos alejando incluso más a nuestros familiares y amigos.
La alegría del Señor irradia desde nosotros incluso en tiempos difíciles. La luz atrae a las polillas.
Puede que la regla número 6 sea la más importante de todas. Es de cajón, pero rara vez se pone en práctica. La gente dice: «¡No se me había ocurrido!» Cuando se trata de familia y amigos, pensamos que es trabajo nuestro conquistar al perdido, convertir al no católico. Pero en realidad no es nuestra tarea: es el trabajo del Espíritu Santo que, quizá, puede preferir usar a otra persona que no seas tú. El Espíritu Santo usará tus oraciones y quizá la influencia de alguien cercano. Así que ¡reza en esta línea! He visto este trabajo repetidas veces.
Nosotros rezábamos por familiares que nos rehuían por completo a causa de nuestra conversión. Tomé la decisión de rezar cada día, como en la parábola de la mujer y el juez injusto. Un año después, una persona que yo no conocía le dijo a un pariente mío: «Acabo de leer el mejor libro de mi vida. Tienes que leerlo». Mi familiar le dijo: «Dime el título y lo encargo». El amigo le dijo: «Es Cruzar el Tíber, de Steve Ray».
Mi pariente casi se cae de la sorpresa. «¿Qué? ¡Es pariente mío! ¿Te ha gustado su libro?» Desde ese momento, toda la hostilidad desapareció. No más discusiones, tratamientos de silencio o alejamiento. Mi pariente no se convirtió, pero nuestra relación se curó y nosotros consideramos aquello como un gran avance.
La regla número 6 significa que debemos estar dispuestos a dar un paso atrás e iniciar un acercamiento discreto. Reza para que Dios mueva las piezas de su tablero de ajedrez cósmico hasta que pueda reunir las piezas apropiadas – para traer a la persona adecuada que influya en tu ser querido.
Pon en práctica estas seis reglas, y verás las maravillas del Señor. No esperes resultados inmediatos, reza para que se cumpla el tiempo del Señor. Descubrirás que, no solo es bueno para la curación de la persona que quieres, sino que también hará maravillas en tu propia vida.
Traducido por Cristina Moreno Alconchel, del equipo de traductores de InfoCatólica
Publicado por Ernesto Rojas en 4:27 p.m.
Publicado por Ernesto Rojas en 11:36 p.m.
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